rnUna vez juraste teñir el cielo con sangre, y lo hiciste. Tomaste en tus manos un juicio del cual no tenías parte. En tus ojos pude ver el deleite y en tu boca una sonrisa.
-Fue especial con ella -dijiste-. Lo disfruté.
No lo pude creer. Su cuello cayó entre tus manos. La pusiste contra la pared. La amordazaste. La despojaste de sus vestidos y caíste en un sueño de encantamiento. Conociste un aroma diferente en cada rincón de su cuerpo. Sus ojos te delataron su virginidad. La idea te excitó sobremanera. La ataste a tu cama. La tocaste dulcemente.
-Deja de quejarte -le dijiste.
Te saciaste con el leve palpitar de su loto. Tu copa rebosó tanto, que la penetraste. Tu lujuria terminó por devorar su aliento. Al terminar, la miraste, la acariciaste y pensaste: “Devolveré su inocencia”. Entonces, tomaste una aguja, finísimos hilos carmesíes, y restauraste con empeño su flor.